Días de verdadero horror y barbarie se vivieron la última semana, debido a dos masacres, en regiones distintas, que dejaron un saldo de catorce jóvenes asesinados.
La primera, tuvo lugar al sur oriente de Cali, en el barrio Llano Verde, donde el pasado martes 11 de agosto, al costado de un cañaduzal, fueron encontrados los cuerpos sin vida y con signos de tortura de cinco menores de edad entre los 14 y 16 años. No bastando este crimen, casi que horas después, cuando se rendían las exequias de las víctimas, una granada fue lanzada a un CAI del mismo barrio, dejando una persona fallecida y 15 más heridas.
Aproximadamente a 450 kilómetros de Llano Verde, pero con apenas cuatro días de diferencia, otra escena muy similar se registró en zona rural del municipio de Samaniego en Nariño. El sábado 15 de agosto las autoridades encontraron los cadáveres de nueve jóvenes entre los 16 y 25 años en una finca de la vereda Santa Catalina.
Junto con la profunda indignación que han despertado estos hechos en la ciudadana, rebrota un generalizado sentimiento de pesimismo frente a la situación de seguridad del país.
Si bien, hasta el momento no existe evidencia que correlacione las dos masacres, si existen elementos de cierta similitud, muchos de ellos que devienen del arraigo histórico de la violencia en Colombia que hoy obligan a poner a este tema como centro del debate a nivel nacional.
¿Cómo se ha comportado el conflicto en medio de la pandemia?
Mientras buena parte de los indicadores asociados a la seguridad ciudadana se han venido a pique durante la cuarentena, los indicadores históricamente ligados al conflicto armado han evidenciado un comportamiento distinto.
De acuerdo con cifras del Ministerio de Defensa, en los primeros seis meses del 2020 se duplicaron el número de atentados terroristas en contraste con el mismo periodo del 2019, al pasar de 121 a 253. Igualmente, la cartera de Defensa registró que las acciones subversivas prácticamente se triplicaron pasando de 12 a 30.
Por otra parte, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz registró prácticamente el mismo número de víctimas por minas antipersonal que el primer semestre del 2019 y la Organización de Naciones Unidas informó que ha documentado 33 masacres y tiene en cola otras siete por documentar.
Esto es alarmante, sobre todo si se tiene en cuenta que debido a la emergencia sanitaria la circulación de personas se ha visto altamente restringida. Todo indica que la dinámica de violencia de los conflictos armados regionales ha desarrollado cierta inmunidad frente a los efectos colaterales de la pandemia, o incluso la ha catalizado.
Una de las tesis de la masacre en Samaniego apunta que habría sido una represalia de los violentos hacia los jóvenes quienes se encontraban violando las restricciones de la cuarentena al estar en una fiesta de cerca de 40 personas. Este tipo de amenazas se han difundido en otros lugares del país.
Efectivamente, al echar un vistazo a otras regiones históricamente asediadas por el conflicto, se puede evidenciar que Llano Verde y Samaniego son apenas dos de los focos que actualmente concentran la violencia en el país.
En Norte de Santander, por ejemplo, el número de víctimas por minas antipersona se duplicó y los atentados terroristas pasaron de 3 a 36 en comparación con los primeros seis meses del 2019. Si bien es cierto que la dinámica de violencia se focaliza en la subregión del Catatumbo, también han encendido las alarmas de la capital del departamento, Cúcuta, dónde los casos de homicidio incrementaron de 109 a 115 y los ataques terroristas de 2 a 5.
Una situación similar afronta el departamento del Chocó, en donde el homicidio aumentó en casi un 40% pasando de 95 a 131 víctimas. Además, los atentados terroristas pasaron de 2 a 15 y se han registrado prácticamente el mismo número de víctimas por artefactos de fabricación artesanal.
Si bien en Cauca y Arauca se presentaron menos casos de asesinato con respecto al primer semestre del 2019, los ataques terroristas aumentaron en 650% y 350% respectivamente. Vale la pena recalcar que, con un total de 63, Arauca es el departamento donde mayor cantidad de atentados se perpetraron en dicho periodo.
Otras regiones sumamente conflictivas, donde los indicadores se mantienen por los aires son el Bajo Cauca antioqueño y el sur de Córdoba.
Sobre diagnosticado, pero sin cura a la vista
Sin lugar a duda, la seguridad regional se ha deteriorado, no solo en el último semestre, sino que es un fenómeno que ha escalado en los últimos dos años y medio. Así lo dimos a conocer a comienzos de este año en el artículo ¿empeoró la seguridad regional en Colombia durante el 2019?
De acuerdo con la Herramienta de Distribución Geográfica del Riesgo de Omnitempus, durante 2019, 15 departamentos empeoraron su categoría de riesgo, 15 la mantuvieron igual, y únicamente uno la mejoró.
Esta herramienta fue construida con la correlación de casi 30 variables que agrupan desde presencia y acciones de grupos armados ilegales hasta dinámica de los indicadores de violencia, conflicto armado y seguridad ciudadana.
Pero, así como desde el Centro de Análisis de Coyuntura y Seguridad de Omnitempus llegamos a esta conclusión, múltiples analistas y académicos también lo han expuesto. De esta manera, parece un fenómeno sobre diagnosticado, incluso de años atrás porque las regiones con olas de violencia son las mismas de hace 30 años. ¿Entonces cómo explicar esta dinámica? ¿Cuáles son los motores de violencia hoy en día?
Aunque en determinados casos se puedan tejer elementos transversales entre las distintas regiones, lo cierto es que las causas estructurales de la violencia son distintas, así como los actores, los intereses y las dinámicas también difieren.
Por este motivo, resulta fundamental que el análisis de estos acontecimientos se haga con pinzas para evitar caer en generalidades, que muchas veces, son más políticas que técnicas. A posteriori, esto lleva a conclusiones apresuradas, que pueden ser más problemáticas si se convierten en el eje de política pública en materia de seguridad.
Uno de los errores más frecuentes pasa por tratar de explicar todo fenómeno de violencia que sucede en cada rincón del país a partir del narcotráfico, principalmente desde la densidad de los cultivos de coca. Por supuesto que es un elemento tangencial y también sería errático tratar de opacar su impacto en el reciclaje de la violencia en Colombia, pero convertirlo en un argumento general es igual de dañino por que ni es la única causa, ni tampoco la más importante en todos los territorios.
Por ejemplo, ¿cómo se explicaría entonces la ola de violencia en un departamento como Arauca que en 2019 no registró ninguna hectárea de cultivos de coca?
Asimismo, es igual de conflictivo tratar de explicar los problemas de inseguridad con el argumento del “abandono estatal”, que claro que en algunas regiones ha sido histórico, pero que tiene distintos matices en cada caso. Vuelve y juega, el error reiterativo es tratar de esbozar las mismas explicaciones a partir de generalidades, así las soluciones siempre serán igual de inexactas e ineficaces.
En la ecuación es importante introducir otras variables. Por ejemplo, el analista del International Crisis Group y columnista de la Silla Vacía, Kyle Johnson argumenta que es fundamental estudiar las relaciones de poder entre los actores armados y la comunidad. Más allá de las rentas ilegales, en algunos territorios los actores buscan ejercer su propio sistema de gobernanza con cierto grado de legitimidad. johnson desarrolla esta idea a partir de los casos de Cauca y Nariño:
Más allá cualquier postura política o ideológica, la objetividad en el análisis de los grandes temas en materia de seguridad, sobre todo, aquellos relacionados con el conflicto armado, es fundamental para que diferentes niveles del gobierno puedan elaborar estrategias integrales y políticas públicas eficaces. Evitar casarse con explicaciones únicas es determinante en esta tarea.
La ventana de oportunidad para mejorar las condiciones de justicia y seguridad en las regiones que se abrió con la salida de las Farc del tablero cada día se cierra más. Los otros actores en la mesa avanzan más casillas, ocupando espacios, muchos de ellos con estelas de violencia como las de Samaniego y Llano Verde.