La reciente oleada de violencia que enfrenta el país continúa siendo objeto de discusión. Días después de la terrible masacre en Samaniego, el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo señaló en rueda de prensa que “en las condiciones de hoy, reiniciar la aspersión aérea es absolutamente indispensable porque su reiniciación tendrá además un resultado positivo en este asunto de los homicidios colectivos que tienen indignado al país”.
Además del gran debate que ha suscitado la inclusión del concepto de homicidio colectivo remplazando a lo que históricamente se ha denominado masacre, gran parte de la atención la ha captado la idea de plantear la fumigación con glifosato como una solución real de los agudos problemas de violencia que azotan a varias regiones.
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Por supuesto, esta afirmación ha generado reacciones de todo tipo. Si bien la discusión sobre la aspersión aérea no es nueva, plantearla como una forma de mitigar la violencia exige un análisis de la mayor rigurosidad.
Desde la perspectiva de distintos académicos y expertos en materia de crimen organizado y política de drogas, la fumigación no es respaldada, ni como solución para combatir los cultivos de coca y mucho menos como una estrategia efectiva en la reducción de fenómenos de violencia.
Teniendo en cuenta esto, vale la pena revisar algunos de los argumentos más sólidos sustentados por esa corriente de investigadores que no sólo discrepan de la hipótesis del ministro Trujillo, sino incluso encuentran en la aspersión una cura muy distante de la enfermedad.
No todos los territorios con altos índices de homicidio tienen cultivos de coca
Señalar al narcotráfico como el único motor de la violencia en Colombia es una generalización delicada y sumamente discutible que puede llevar a estructurar estrategias igual de generales y carentes de profundidad.
Si vamos a lo local, se pueden encontrar decenas de municipios que sin tener una hectárea de su territorio sembrada con coca enfrentan serios problemas en materia de seguridad y violencia. De hecho, ni siquiera es necesario focalizar el análisis a ese nivel, sino que desde lo departamental se pueden examinar casos muy dicientes que contradicen dicha generalización.
El departamento de Arauca ha sido un territorio históricamente golpeado por el rigor del conflicto armado y hoy en día todavía enfrenta desafíos titánicos que devienen del mismo. El año pasado este departamento cerró con una tasa de 58 homicidios por 100.000 habitantes, cifra que se posicionó como la tasa de asesinatos más alta de todo el país, incluso por encima de departamentos que padecen dramáticos contextos de violencia como Cauca y Nariño.
Para no ir más lejos, hace apenas unos días en Arauca se presentó una de las masacres que tienen enlutado al país. En el corregimiento El Caracol del municipio fronterizo de Arauca fueron acribilladas a tiros cinco personas, una de ellas oriunda de Venezuela.
Sin embargo, las causas estructurales de la violencia en Arauca no reposan en la coca. De acuerdo con cifras de Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, en 2019 no registró ninguna hectárea sembrada con cultivos ilícitos y en 2018 apenas se documentaron siete hectáreas. Esto corresponde a menos del 0.01% del total de la coca del territorio nacional.
¿Cómo plantear la aspersión aérea como una solución general a las masacres en un territorio carente de cultivos ilícitos?
No existe una clara correlación entre la variabilidad de los cultivos y los homicidios
Para hablar de fumigación como mitigador de fenómenos de violencia, primero es fundamental entender la lógica de un universo más grande, es decir, la relación de los cultivos ilícitos con el comportamiento de los homicidios.
Si bien es indiscutible que alrededor de la coca se desprenden todo tipo de fenómenos de violencia, lo cierto es que ambas variables no se pueden introducir en una ecuación simple donde si X aumenta Y también, o viceversa.
Los datos muestran que no necesariamente si el área sembrada con coca se reduce, los homicidios también lo hacen, de hecho, muchas veces puede ocurrir lo contrario.
Por ejemplo, la gráfica anterior que pondera el comportamiento nacional de los cultivos ilícitos y el homicidio, muestra que mientras entre 2012 y 2017 el número de hectáreas creció exponencialmente, los casos de asesinato fueron en la dirección opuesta reduciéndose de 16.000 a cerca de 12.000 anuales.
Ahora bien, la lectura es aún más difusa si el análisis se lleva a las regiones cocaleras. La siguiente gráfica conserva la lógica de la primera, pero aterriza la relación para los departamentos de Nariño, Norte de Santander, Putumayo y Cauca que concentran el 78% de la coca sembrada en el país. Con respecto al homicidio acá se pueden observar dos caras en los últimos 8 años.
Por una parte, tal como sucedió a nivel nacional, mientras desde 2012 el área sembrada con coca aumentó en estos departamentos, los homicidios se redujeron hasta en un 40% tocando su pico más bajo en 2015. Por otra parte, a partir de 2016 los casos de homicidio volvieron a incrementar llegando en 2018 a una cifra que no se veía cinco años atrás.
Esto efectivamente sugiere que la variabilidad de los cultivos de coca no necesariamente es proporcional con la del homicidio, por ende, plantear la aspersión como una solución a los problemas de violencia sin este tipo de análisis, es más un juicio político que técnico.
Una investigación de Sandra Rozo, profesora del Marshall School of Business de California arrojó resultados adversos a esta tesis. En su paper titulado Sobre las consecuencias no deseadas de la lucha contra las drogas, donde se ponderan datos de entre el 2000 y el 2010, concluyó que cuando el área fumigada de un municipio aumentó en 1%, las tasas de homicidio aumentaron en 4,23 puntos porcentuales.
Es discutible el argumento que apunta a la suspensión de la aspersión como la principal causa del aumento de la coca
Probablemente, este sea el argumento más esgrimido por los férreos defensores de la aspersión. De acuerdo con sus tesis, suspender esta estrategia fue un error garrafal, ya que habría sido causa fundamental del incremento de los cultivos ilícitos, llevando a que en 2017 se registrara la cifra más alta de historia.
Sin embargo, la evidencia no muestra que esto sea del todo cierto. Vale la pena recordar que el Consejo Nacional de Estupefacientes suspendió las operaciones de fumigación en mayo de 2015 y al analizar con detenimiento la gráfica del histórico nacional, se puede observar que las hectáreas empezaron a aumentar tres años antes de dicha determinación. Solo entre 2012 y 2015 el área sembrada con coca se duplicó al pasar de 48.000 a 96.000 hectáreas anuales.
En otro tipo de hipótesis se encuentran explicaciones más concluyentes y respaldadas por los datos. Por ejemplo, una tesis interesante de explorar es la que señala que el boom cocalero que inició en 2012 habría estado fuertemente catapultado por el incrementó del dólar. En la siguiente gráfica se puede observar que el comportamiento de la divisa estadounidense y las hectáreas de coca reflejan una tendencia bastante similar.
Entre 2012 y 2016 el dólar prácticamente duplicó su valor frente al peso colombiano, lo que por supuesto representó mayores ganancias para la cadena del narcotráfico que tiene en su eslabón más rentable la venta de cocaína en las calles de Norte América y Europa.
Palabras más, palabras menos los grandes zares del tráfico de estupefacientes, conscientemente habrían incrementado producción de la materia prima de su producto de exportación ya que sus ganancias en peso colombiano serían mucho mayores con el incremento de la divisa.
Otro elemento que podría explicar el vaivén en la cifra de los cultivos de coca en el país se relacionaría con el precio internacional del oro, sobre todo si se tiene en cuenta que la minería ilegal en Colombia se ha configurado como una economía supremamente rentable, igual o más que el narcotráfico.
No se puede descartar que las variaciones sustanciales del precio internacional del oro haya sido un factor fundamental en la migración de los actores ilegales de una economía a la otra repercutiendo en alguna proporción sobre el total de hectáreas sembradas anualmente.
En la gráfica anterior se puede observar que cuando el precio de la onza de oro incrementó exponencialmente, la densidad de cultivos ilícitos se redujo, mientras que entre 2012 y 2015 cuando el precio del metal precioso se redujo en cerca del 30%, los cultivos de coca incrementaron en un 100%.
Esto se puede interpretar desde la idea que mientras el oro se cotizó al alza los actores ilegales en las regiones migraron a la minería criminal lo cual habría influido en la reducción de las hectáreas y no necesariamente habría sido a causa de la fumigación, pero una vez que el precio del metal precioso se vino a pique retornaron al negocio del narcotráfico.
No es casualidad que entre el 70% y el 80% del oro que sale del país proviene de la minería ilegal, según datos la Asociación Colombiana de Minería. Para los actores armados ilegales esta economía representa menores riesgos que el narcotráfico entre distintos motivos, primero porque su cadena cuenta con menor cantidad de eslabones y segundo, porque el mercado del oro cuenta con menores restricciones, empezando por que se trata de un producto que es legal comercializar.
Esta serie de argumentos más allá de tratar de vender verdades absolutas invita a pensar el debate desde una perspectiva más amplia. Por supuesto, no hay que desconocer el terrible efecto colateral que el narcotráfico tiene sobre Colombia, sobre todo en materia de violencia, pero mientras no se superen las explicaciones generales atadas a juicios ideológicos será imposible elaborar verdaderas estrategias efectivas.
De acuerdo con la Organización de Naciones Unidas el porcentaje de resiembra de cultivos de coca cuando se emplea la fumigación con glifosato es cercana al 40% y el de la erradicación forzada se aproxima al 36%. Muy lejos de estos porcentajes se encuentra el de los programas de sustitución voluntaria que según la misma entidad es apenas del 0,6%. ¿Por qué no ahondar más en la investigación de este tipo de políticas?