Para el segundo trimestre del 2021, desde el Centro de Análisis de Coyuntura y Seguridad de Omnitempus identificamos cuatros desafíos principales:  

1. Agudización de la violencia en los territorios

Es un hecho que desde el 2018 se ha deteriorado la seguridad regional en Colombia. Varios de los indicadores históricamente relacionados con la violencia y el conflicto armado que se habían reducido notablemente entre 2012 y 2016, volvieron a incrementar en distintas zonas del país.

En 2020, el número de masacres, desplazamientos, atentados terroristas y asesinatos de defensores de derechos humanos aumentaron trágicamente, encendiendo las alarmas en materia humanitaria.

En las primeras estimaciones para el 2021, se preveía que estas cifras continuarían incrementando o que por defecto se mantendrían por los niveles del 2020, sobre todo, teniendo en cuenta que históricamente en Colombia la violencia en las regiones se atiza desde un año antes de las elecciones como una forma de control social y de presión de las organizaciones armadas ilegales.

Al revisar los datos del primer trimestre, vemos que efectivamente esto viene ocurriendo y que podría continuar replicándose en lo que resta del año y en la primera parte del 2022. Entre enero y marzo ya se perpetraron más masacres que en 2020 al pasar de 19 eventos a 25, lo cual se traduce en más de 100 víctimas mortales. Asimismo, han sido asesinados 43 líderes sociales, un número mayor al que se registró el año pasado en el mismo periodo.

Uno de los casos más preocupantes lo vive la línea de frontera colombo venezolana en el departamento de Arauca, donde cerca de 5.000 personas han llegado desplazados, fruto de los enfrentamientos entre miembros de la Fuerza Pública de Venezuela y grupos post-Farc. Si bien los choques se han presentado en territorio venezolano, gran parte de las consecuencias humanitarias se han materializado en el lado colombiano.

Otras regiones azotadas por la violencia son el Bajo Cauca Antioqueño, los departamentos del Chocó y Cauca y las regiones del Pacífico nariñense y el Catatumbo.

2. Entre una política de drogas y una política de seguridad

Uno de los principales desafíos que afronta no solo el actual gobierno, sino que han afrontado otras administraciones es la guerra contra el narcotráfico. Esta economía ilegal es una de las causas estructurales de la violencia y de los graves problemas de seguridad en los territorios, pero el error ha sido creer que es tangencial para todo el territorio nacional y para la dinámica de la seguridad en todas las regiones. 

Afrontar el problema del narcotráfico solamente a partir de una política de seguridad, y afrontar los problemas de seguridad con base en una política antidrogas produce resultados equívocos y algunas veces contraproducentes, porque los datos demuestran, que no existe una correlación causal ni proporcional.

Según datos del gobierno, el 2020 fue un año récord en materia de lucha contra las drogas. Fueron erradicadas cerca de 130.000 hectáreas de coca, es decir, un 38% más que en 2019 y 120% más que en 2018. Igualmente, con 505 toneladas fue el año que más cocaína fue incautada de la última década. 

Dinámicas similares también se pueden observar en las incautaciones de insumos sólidos para la manufactura y la destrucción de infraestructura para la producción del alcaloide. Es decir, los bolsillos de organizaciones que se lucran de esta economía ilegal se vieron fuertemente golpeados.

A pesar de estos resultados, como ya vimos anteriormente la seguridad territorial en el país empeoró en el 2020, lo que implica que la relación entre golpear al narcotráfico y mejorar la seguridad, tesis en la que esta administración ha basado buena parte de su política de seguridad, tiene varios interrogantes.

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Por ejemplo, el inminente retorno de las fumigaciones con glifosato es uno de ellos. De acuerdo la hipótesis del Gobierno, suspender esta estrategia fue un error garrafal, ya que habría sido causa fundamental del incremento de los cultivos ilícitos, llevando a que en 2017 se registrara la cifra más alta de historia.

Sin embargo, la evidencia no muestra que esto sea del todo cierto. Vale la pena recordar que el Consejo Nacional de Estupefacientes suspendió las operaciones de fumigación en mayo de 2015 y al analizar con detenimiento la gráfica del histórico nacional, se puede observar que las hectáreas empezaron a aumentar tres años antes de dicha determinación. Solo entre 2012 y 2015 el área sembrada con coca se duplicó al pasar de 48.000 a 96.000 hectáreas anuales.

Otro elemento que podría explicar el vaivén en la cifra de los cultivos de coca en el país se relacionaría con el precio internacional del oro, sobre todo si se tiene en cuenta que la minería ilegal en Colombia se ha configurado como una economía supremamente rentable, igual o más que el narcotráfico.

No se puede descartar que las variaciones sustanciales del precio internacional del oro haya sido un factor fundamental en la migración de los actores ilegales de una economía a la otra repercutiendo en alguna proporción sobre el total de hectáreas sembradas anualmente.

Cuando el precio de la onza de oro incrementó exponencialmente, la densidad de cultivos ilícitos se redujo, mientras que entre 2012 y 2015 cuando el precio del metal precioso se redujo en cerca del 30%, los cultivos de coca incrementaron en un 100%.

Esto se puede interpretar desde la idea que mientras el oro se cotizó al alza los actores ilegales en las regiones migraron a la minería criminal lo cual habría influido en la reducción de las hectáreas y no necesariamente habría sido a causa de la fumigación, pero una vez que el precio del metal precioso se vino a pique retornaron al negocio del narcotráfico.

No es casualidad que entre el 70% y el 80% del oro que sale del país proviene de la minería ilegal, según datos la Asociación Colombiana de Minería. Para los actores armados ilegales esta economía representa menores riesgos que el narcotráfico entre distintos motivos, primero porque su cadena cuenta con menor cantidad de eslabones y segundo, porque el mercado del oro cuenta con menores restricciones, empezando por que se trata de un producto que es legal comercializar.

Este tipo de argumentos más allá de tratar de vender verdades absolutas invita a pensar el debate desde una perspectiva más amplia. Por supuesto, no hay que desconocer el terrible efecto colateral que el narcotráfico tiene sobre Colombia, sobre todo en materia de violencia, pero mientras no se superen las explicaciones generales y no se mejoren los programas sociales, de educación, de justicia e infraestructura rural, será imposible elaborar verdaderas estrategias efectivas.

3. Problemas de seguridad en Bogotá y exacerbación de la xenofobia contra población migrante

En tercera instancia, se encuentra aplacar los problemas de inseguridad en Bogotá. Si bien durante 2020 y lo corrido del 2021 la mayoría de los delitos de alto impacto se redujeron notablemente, la percepción de seguridad de los ciudadanos ha tenido el efecto contrario. 

Es cierto que los números evidencian que los delitos de mayor impacto en Bogotá se redujeron, como por ejemplo los homicidios que pasaron de 1.052 en 2019 a 1.026 en 2020. Por otro lado, los hurtos en las calles se redujeron en 35%, los hurtos de entidades comerciales en 28% y los hurtos a residencias en 30%. Igualmente, en 2021 se ha mantenido dicha tendencia ya que, con respecto a los primeros meses del 2020, los mismos indicadores se han reducido.  

No obstante, esto solo se puede explicar a partir del hecho que la ciudad ha atravesado distintas etapas de cuarentena debido a los contagios por COVID, reduciendo el número de población flotante, por ende, de posibles víctimas de todo tipo de delitos en las calles. En la segunda parte del año 2020 cuando las restricciones se flexibilizaron, se observó un repunte de las diferentes formas de delincuencia, pero, sobre todo, de eventos muy violentos, donde los asaltantes asesinaban o herían gravemente a las víctimas por robarles un celular o su billetera.

De acuerdo con la Encuesta de Percepción y Victimización de la Cámara de Comercio de Bogotá, la proporción de los ciudadanos que consideran que la inseguridad ha aumentado incrementó del 60% al 76%, un número 26 puntos por encima del promedio de la ciudad en la última década.

Una parte de los ciudadanos consideran que la inseguridad ha aumentado debido al incremento de migrantes venezolanos en la ciudad. Esta percepción se ha alimentado principalmente debido a eventos como el reciente asesinato de un patrullero de la policía en un retén a manos de un migrante. La indignación y el impacto se han canalizado a través de medios y comunicación y redes sociales que en muchos casos distorsionan el trasfondo de los eventos y llevan a los ciudadanos a formular generalizaciones complejas. 

Es indudable el crecimiento de un peligroso sentimiento xenofóbico frente a la población venezolana, que además de un rechazo que atenta contra toda condición humana, ya se materializa en hechos de violencia física y verbal sobre estas personas.

Es fundamental que para ello se desarrollen estudios serios y basados en evidencia estadística que den cuenta de la verdadera participación de los migrantes en actividades delictivas, con el fin no desorientar las políticas públicas en materia de seguridad sobre segmentos poblacionales tan vulnerables.

4. Movilización social y campaña política para elecciones del 2022

Varios analistas políticos hemos señalado en reiteradas ocasiones que la movilización social que inició a finales del 2019 en América Latina no se ha apaciguado del todo. La ola de protestas en Colombia se vio frenada por la crisis sanitaria generada por la pandemia, cuando apenas comenzaban a abrirse canales de comunicación entre promotores de las manifestaciones y el Gobierno Nacional.

Mientras las causas estructurales que generaron las huelgas permanezcan intactas, existe una altísima posibilidad de que en cualquier momento se reactiven con fuerza.

De hecho, en medio de las estrictas medidas de confinamiento por el COVID, las inconformidades de una parte de la ciudadanía se canalizaron en protestas y manifestaciones. A diferencia de años anteriores, las movilizaciones germinaron fruto de eventos concretos como los que acontecieron durante las noches del 9 y el 10 de septiembre cuando se presentaron fuertes choques entre manifestantes y miembros de la Fuerza Pública debido al sonado caso del ciudadano Javier Ordoñez.

Para lo que resta del 2021, se prevé que aumente el número de protestas relacionadas con temas económicos y sociales que siguen generando preocupación en la ciudadanía. Sobre todo, la próxima reforma tributaria que en medio de la pandemia tocaría los bolsillos de la ciudadanía en un momento tan crítico de la economía.

Asimismo, no se puede omitir que la campaña política para elecciones legislativas y presidenciales del año entrante tendrán un doble efecto sobre la protesta social. Por un lado, algunos sectores políticos buscarán canalizar la protesta para impulsar sus candidaturas, mientras otras vertientes políticas las señalarán y estigmatizarán con los mismos fines. Esto al final terminará atizando las intenciones de las organizaciones sociales en las calles.

Si la economía no mejora, los impuestos efectivamente aumentan y el desempleo sigue la misma línea, las posibilidades de una nueva ola de movilizaciones incrementarán de manera proporcional.

De hecho, para el próximo 28 de abril está programado un nuevo paro nacional convocado por los mismos sindicatos y centrales obreras que organizaron las primeras jornadas del 2019. Es probable que campesinos y estudiantes también se sumen a la que sería la primera gran protesta del 2021.