Una dramática oleada de violencia se ha desatado en el Bajo Cauca, una de las 9 subregiones que concatenan en el departamento de Antioquia y que colinda con el Sur del Córdoba y el occidente de Bolívar.

Luego de un periodo de reducción paulatina en los indicadores de homicidio, las cifras han vuelto a dispararse, develando en lo que se ha convertido esta región: un verdadero teatro de guerra.

Entre 2012 y 2017 se registró una importante caída en el número de homicidios. Entre los seis municipios que hacen parte del Bajo Cauca, es decir, Cáceres, Caucasia, El Bagre, Nechí, Tarazá y Zaragoza, los asesinatos pasaron de 200 casos anuales a menos de 130.

Sin embargo, el año pasado la tendencia no solo se frenó, sino que se revirtió a un escenario 20 años atrás, cuando soplaba una de las más sangrientas expansiones del paramilitarismo. En contraste con el 2017, las muertes violentas incrementaron en más de un 300% sumando algo más de 400 casos.

Esta se configuró en una tasa de homicidios de 125 por 100 mil habitantes, básicamente cinco veces mayor que el indicador nacional y el doble y el triple de la cifra otras zonas vestigios de violencia el Catatumbo y San Andrés de Tumaco.

La cosa es particularmente dramática para municipios como Caucasia y Taraza, que entre ambos sumaron el 65% de todas las muertes violentas perpetradas en el Bajo Cauca Antioqueño.

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Transcurridos ocho meses del 2019, en la región ya se han consumado más de 230 asesinatos, lo que evidencia números más altos que los registrados anualmente en los últimos 10 años, y todo indica que serán muy similares a los trágicos números del 2018.

Lo más preocupante es que buena parte de las víctimas ni siquiera hacían parte de organizaciones al margen de la ley, cayeron muertas por su victimario por simple sospecha de colaborar con la banda rival.

Sin lugar a duda la región está incendiada y mientras tanto la población que habita estos seis municipios se encuentra atrapada entre las balas, en algunos casos, sin mayor remedio que salir huyendo de sus hogares con rumbo desconocido. 

El trasfondo de la confrontación en el Bajo Cauca

A diferencia de otras zonas donde la violencia es irregular y compleja de rastrear, en el Bajo Cauca el baño de sangre tiene nombre propio, o bueno, nombres propios para ser exactos.

La región se encuentra ensimismada debido a una pugna armada entre el Clan del Golfo y un grupo denominado como los Caparrapos, ahora identificados por la Fuerza Pública como los Caparros, evitando generar estigmatizaciones sobre los habitantes de Caparrapí, Cundinamarca.

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Según han relatado medios de comunicación y organizaciones no gubernamentales que han visitado la zona buscando respuestas, la disputa entre estas organizaciones delictivas se originó entre finales del 2017 y comienzos del 2018.  

 “Allí opera el Clan del Golfo, que tenía un acuerdo con los Caparrapos o el bloque Virgilio Peralta. Luego del intento de sometimiento a la justicia de una parte de la jefatura del Clan, la guerra estalló” señaló el analista Ariel Ávila, en una reciente columna en El Espectador.

Según una importante crónica realizada por Semana, el florero de Llorente que habría iniciado la pugna armada fue la detonación de una granada de fragmentación por parte de los Caparros en una discoteca donde se encontraban de juerga miembros del Clan del Golfo, o las también autodenominadas, Autodefensas Gaitanistas.

Otra hipótesis como la recopilada por la periodista Salud Hernández-Mora apunta “a que la guerra estalló a mediados de enero del año siguiente, el día que la Fiscalía incautó la avioneta de un mafioso llamado ‘Montero’, quien trabajaba para todos. Los ‘Caparrapos’ (bautizados ‘Virgilio Peralta Arena’ en honor de uno de sus muertos) creyeron que sus compañeros ‘Gaitanistas’ planeaban quitarlos de en medio en el negocio de la cocaína e iniciaron la contienda” .

En este orden de ideas, si bien es cierto que Los Caparros y el Clan son el centro de la confrontación, no son las únicas fichas sobre el tablero. Diferentes versiones señalan que los primeros mantendrían una alianza económica con el cartel mexicano Jalisco Nueva Generación y tendrían nexos militares con el ELN, desertores del Frente 36 de las Farc y los Pachelly, un grupo delictivo con fuerte operación en el Valle de Aburra. Por su parte, el Clan del Golfo estaría asociado con el Cartel de Sinaloa.

Precisamente, la connivencia de todas estas empresas delictivas sería uno de los diferentes catalizadores de la violencia en la zona, sumados al importante botín que generan las más de 16.000 hectáreas de cultivos ilícitos, la extracción ilegal de oro y por supuesto, al beneplácito geográfico que ofrece la región para mercados delictivos.

El Bajo Cauca es una región estratégica por sus conexiones geográficas. La atraviesan el río Cauca y la carretera troncal nacional 25, que une a Medellín con Montería y el Caribe. Al occidente tiene el nudo del Paramillo, lleno de coca, que conecta con Urabá y Chocó, en dos corredores que conducen tanto al mar Caribe como al Océano Pacífico. ” recopiló la revista Semana en una publicación sobre esta zona del país.

Lo cierto, es que además del alarmante incremento en el número de las muertes violentas, la confrontación se ha traducido en otros fenómenos de violencia igualmente preocupante, como el desplazamiento masivo.

De acuerdo con cifras de la Unidad de Víctimas, en los primeros 4 meses del 2019 cerca del 40% de las.1500 familias desplazadas en Antioquia provendrían del Bajo Cauca.

Notas de prensa y crónicas periodísticas han relatado como algunos barrios en Caucasia se han convertido en verdaderos pueblos fantasma debido a la cantidad de pobladores que abandonado la zona por temor a quedar atrapados en el fuego cruzado.

Asimismo, las extorsiones han incrementado, bien sea por la demanda de ambos grupos armados para pagar vacunas, o por el simple hecho que la confrontación incrementó las tarifas.

La respuesta del Gobierno

Debido a la magnitud de la problemática, finalizando el año pasado el gobierno colombiano optó por enviar a la región a la Fuerza de Tarea Aquiles, compuesta por 2.500 hombres.

Según cifras del Ministerio de Defensa, entre enero y junio se presentaron 10 enfrentamientos entre la Fuerza Pública y las diferentes organizaciones armadas que delinquen en el Bajo Cauca. Producto de los operativos fueron neutralizados 400 hombres articulados a la mismas.

Adicionalmente, en el mismo periodo de tiempo fueron erradicadas más de 1.200 hectáreas de mata de coca y se destruyeron más de 50 laboratorios para el procesamiento de clorhidrato de cocaína.

Los esfuerzos de las autoridades también se han concentrado contra la minería criminal. Por ejemplo, a finales de mayo el Ejército y la Policía, desmantelaron siete complejos mineros entre los municipios de Nechí y Cáceres, en el que además fueron destruidos 44 dragas para la extracción de oro. Según estimaciones de las autoridades, estas zonas producían cerca de 12.000 millones de pesos mensuales.

La gigantesca preocupación en la opinión pública reposa en la idea que no solo a través de acciones coordinadas de las Fuerzas Armadas se solucione un problema que a todas luces va más allá de la confrontación entre estos dos grupos armados.

La violencia es intrínseca al Bajo Cauca desde hace mucho, casi que pareciera que se ha enquistado en su ADN. No se puede olvidar que esta fue una de las zonas del país que con mayor rigor sintió el fantasma del paramilitarismo a través del Bloque Mineros de las Autodefensas Unidas de Colombia.

Asimismo, es una región con incontables problemas sociales ligados a la pobreza, desigualdad y la ausencia de algunos de los servicios más básicos. ¿Cómo hacer llegar la integralidad del Estado a estas y otras zonas azotadas por la violencia más allá de su faceta militar? Ese es el reto verdaderamente colosal, y la deuda histórica.